Los edificios de Santiago parecen engreídas criaturas que emergen desde el suelo, entremedio de una asquerosa nube de esmog, queriendo imponerse por sobre la cordillera sin lograrlo. Desde arriba, la cordillera contempla con pena nuestra situación. La inmundicia abunda entre los edificios, y ni el más obseso limpiador de perillas de puerta, ni el más fiel al jabón desinfectante puede contra la neblina mugrienta que todo ensucia. Desde que llegué a Santiago cada vez que me limpio la nariz, los mocos me salen negros, y los visillos de las cortinas terminan plomos año a año. Si he de definir mi estadía en Santiago diría que “suciedad” es la palabra indicada. Aún así me gusta. La suciedad en sí, lleva sublimado un encanto prácticamente sexual y no hay quien lo niegue. Creo que esta ciudad me ha convertido en una rata, y los edificios son mi alcantarilla.
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