No sé cómo se le pasó por la cabeza que la figura de un perro con un cartel que dice “Welcome” era un buen regalo de navidad para una niña de 17 años. Mi papá nunca ha sido precisamente ubicado con sus regalos. Mi mamá hasta el día de hoy, después del divorcio, me trata de convencer de que no fui la única víctima. “Pero si en todos los años de matrimonio el único regalo atinado que me hizo fueron los aros de oro con perlas que tuve que empeñar para poder pagar mi título”, me dice. Y yo consuelo a mis amigas, cuando piensan que les han dado una mierda de regalo “a mí me regalaron un perro que dice ‘welcome’”, les cuento. Nadie puede entender a qué me refiero hasta que lo ven y no lo pueden creer. Yo aún sigo pensando que si esa mierda de adorno hubiese costado una luca, unos calzones baratos me hubiesen sido más útiles que el perro con cara de pena, que pareciera que me mirara todas las mañanas desde mi velador, sintiendo angustia por la vida de esta pobre mujer olvidada por su padre.
Y el único comentario del profe fue: es terrible la historia...
He estado tan sensible esta semana que comentarios como esos me han hecho llorar.
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