Porque si esa hoja no hubiese caído, ese maldito gato no hubiese maullado, y ese perro no hubiese ladrado, aquel señor probablemente no hubiese tenido ese dolorcito, y yo no me hubiese encontrado ahí, en la punta del mismo cerro, viendo cómo el señor que alimentaba las palomas, se tocaba su pecho con angustia. Pero nada... ahí estábamos todos, la hoja, el gato, el perro, el señor, las palomas y yo, para presenciar ese nublado día de agosto, en que yo miraba desde las alturas, este Santiago de Chile que siempre miro de abajo pa'rriba. Tan imponente, tan salvaje, tan caluroso, tan lleno de basura. Tan detestable, tan adorable.
Pasó un niño de unos 3 años, corriendo torpemente, ¿y saben qué pasó? ¡Sí!, Pisó la maldita hoja... el gato ya no estaba, el perro se fue detrás de una perra, el señor volvió a su pega, las palomas emprendieron el vuelo, y yo seguía ahí, con mi vista fija en la ciudad, esperando que algo cambiara. Que algo diferente pasara.
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