Me senté en la su oficina y miré su foto fijamente. Ahí estaba mirándome... o mirando la cámara. Lo tomé personal y me enojé. Le grité: hijo de puta, me cagaste la vida... y volví a enchufarme la botella a la boca.
Comencé a cantar una melodía extraña. No sé de dónde vino, y entonces fijé mi mirada en la caja. Una maleta bien gastada y antigua con broches oxidados. Eran dos, y sólo uno estaba puesto. Al parecer el otro estaba demasiado oxidado.
Era un acordeón.
Lo tomé entre mis brazos con mucho amor y cuidado. No todos tienen la oportunidad de tomar uno en sus vidas.
Lo puse en mi regazo y lo hice cantar. Fue perfecto.
El sonido llenó la oficina. El sonido de mi alma conectada con el aparato. Fuimos uno. Yo escuchaba atenta cada nota que sacaba. Me llenaba, me tranquilizaba, me abrazaba.
De pronto ya no hubo más... no necesité más. Lo tomé con el mismo cuidado y lo guardé.
Quiero un acordeón.
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